[…] Nos miramos, nosotros y las cosas, y hasta quizá nos reconocemos como estatuas de sal. Ancestrales automatismos nos ubican a unos junto a otros. Todos pasamos.
Pero nadie es capaz de detener un color o un perfume, de recoger el movimiento de una hoja o un párpado, de conservar nada más que hasta mañana el brote de una pequeña armonía.
Nadie detiene nada, ni aun adentro de sí mismo. Y el viejo sueño es ése: detenernos. Que alguien o algo nos detenga.

Porque ni aun la muerte nos detiene: tan sólo nos destruye.