Resultado de imagen de sleeping man and sitting woman picasso

—Pero qué mierda es ésa —me dijo ella, saliendo de su sueño rubio y asmático.

—Tu vulva. Me la dejaste ayer para una fiesta. Recuerda, se ha marchitado un poco, pero… Mira, la he tenido toda la noche en agua. Por no despertarte. No sé.

Rió con su risa más malvada de señora/señorita bien:

—¿Eso? Es una mezcla desagradable de geranio viejo y tajada para el gato. Tira el geranio por la ventana y dale al gato la tajada.

Así lo hice, o al revés. Y mientras Lermontov se comía el geranio/vulva/molleja debajo de un armario de luna que reflejaba el crepúsculo matutino de Capri en Madrid, Leticia/Lutecia echó a un lado la ropa de su cama y se me mostró desnuda, con su vulva joven, agresiva, ilesa, saludable y apetecible.

Aquello sí que era una vulva. La besé con respeto.

Y con el beso comprendí que, en el fondo, si había querido llevarme conmigo la vulva de la niña, era, como siempre, por celos, pues de los celos nace siempre un torero, y yo veía a Leticia/Lutecia fornicada una y otra vez por un viejo torero terroso y estilizado, todo de un sepia años cuarenta, que se venía abajo e insistía en sus baboseos a Leticia/Lutecia, mientras la escritura oblicua de las dedicatorias de fotos de aquella época les iba recubriendo de una colcha caligráfica bajo la cual el viejo matador, famoso y chulo, orinaba interminablemente en la vagina recién despierta de la niña.

¿Y yo qué sabía si todo esto era verdad o mentira? Mis celos muñían un torero con alamares de mierda como el torero que he visto hacer a un viejo naif de Carabanchel, con cartonajes y trapos, y ese muñeco desagradable, con el que a ella le habían retratado en una revista agropecuaria, era la máxima/mínima creación de mi fantasía celosa, porque los celos son una imaginación mal empleada o una mala imaginación.

Así que me fui a mi casa y escribí con el dedo en el agua caliente de la bañera, antes de darme un baño de asiento: “Leticia/Lutecia es el nombre más habitable que he conseguido darle a mi soledad”. No era ni es otra cosa que eso.

Naturalmente, Leticia/Lutecia era pirómana. De pronto quemaba un incunable, una moldura robada en la capilla gótica y desguazada de sus abuelos, una silla de cocina. Preparaba el fuego minuciosamente, con alcohol, trapos, papeles, como si fuese a curar a alguien de algo, y luego se sentaba a ver el recital de las llamas, la cantata del objeto incendiado, a desentrañar con sus ojos claros y tristes el parentesco, nunca aclarado por nadie, pero siempre intuido en la humanidad, entre el fuego y la música.

Asimismo, Leticia/Lutecia era acuómana o acuófila o algo así —habría que inventar una palabra, pero ahora no tengo tiempo—, de modo que, cuando el espectáculo del fuego estaba asegurado, abría grifos, o picaba minuciosamente una cañería, con su limita de uñas, hasta tener un órgano o un xilofón de chorros zigzagueando su alta casa como una escritura rápida. El fuego escribe sus páginas despacio, con caligrafía cursiva y concienzuda, el fuego marca a fuego los papeles y las paredes donde deja su confidencia de humo, pero el agua atropella una escritura urgente que en seguida gotea y se cae como si todo lo escrito fuera mentira. Frente a estas dos escrituras contrapuestas y eternas, que vienen explicando el universo desde que existe, se sentaba Leticia/Lutecia con las largas piernas muy abiertas bajo su falda leve, que era una translúcida sucesión de faldas. El secreto del mundo, efectivamente, no lo sabremos nunca porque el fuego dice una cosa y el agua dice otra, y ambas escrituras se contraponen, se desmienten, se anulan una a la otra, y mientras el agua nos dice que el sentido del mundo es transcurrir, el fuego nos explica que el sentido del mundo es consumirse en sí mismo, estáticamente.

Ya Heráclito empezó a leer en el agua y el fuego, porque no hay otras cartas destinadas al hombre, y toda la brujería y todo el misterio voluntario han ido por ese camino, pero Heráclito leía de verdad, mientras que los poetas irracionales del curanderismo oscurantista leen de mentira. Leticia/Lutecia leía con sus ojos inteligentes y tristes —ojos de perro más que de gato— las palabras contrapuestas, las palabras cruzadas del agua y el fuego, y aunque supongo que no entendía nada, eso le daba una sabiduría que ahí quedaba, en el fondo de su pecho débil y anémico. Cuando todo ardía y todo fluía, Leticia/Lutecia se masturbaba con una manzana, siempre con una manzana, levantando su falda, sus faldas, y desnudando su sexo, que solía llevar sin braga. Hacía girar la manzana contra la boca de la vulva, lentamente, con la palma de su mano estrecha, y era una manzana roja que se iba baboseando con las exudaciones vaginales de la niña.

Yo, asustado de tanto fuego, apagaba el incendio con pocillos de agua, y anudaba trapos espesos, verdosos, como sapos textiles, a las cañerías picadas, y los trapos quedaban allí adheridos como monstruos informes, como ranas indefinidas, de una sed espantosa, que bebían y bebían, hasta emborracharse de agua, el borbotón fino del desastre fontanero. Y el apagado incendio daba un humo que era como la barba errante de no sé qué gigantón que estuviese poseyendo a Leticia/Lutecia delante de mí, y las cenizas eran, como siempre son, cenizas de carta destruida, aunque sean las cenizas de una catedral o de un barco, y yo, de pie no sé dónde, sin sitio entre los sitios, miraba la lenta masturbación de la niña, que a veces levantaba las piernas, con calcetines de futbolista, hasta mostrar su culo fino, que era como el stradivarius de los culos.

Se estimulaba los grandes labios, los pequeños labios, toda la región pelviana, y luego me parece que se concentraba en el clítoris, claro, ya con dos dedos infantiles, habiéndome arrojado la manzana masturbatoria, que yo me comía lentamente, sabrosamente, impregnada de jugos, enredada a veces de pelos, teniendo que frotarla contra mi camisa para limpiarla un poco, aunque no me gustaba que perdiese el sabor uretral de Leticia/Lutecia, y por fin, cuando la niña hablaba en la incoherencia postorgásmica, en un sistema de preguntas sueltas e inmotivadas que le era peculiar, yo la llevaba en brazos al lecho, sacaba mi picha de fuego y oro y penetraba entre los arroces de su vagina, como una catástrofe entre cosechas, haciéndola gritar, delirar, transformando su voz y todo su vocabulario en una única y gran pregunta, que yo ya sabía que no tenía respuesta, ni ella la esperaba.

Así reptábamos de la cama al suelo, porque Leticia/Lutecia sabía caminar sobre la espalda, y era cuando el dolor de su vagina le era insufrible y parecía huir de mí, aunque en realidad no hacía sino caminar sobre la espalda por toda la habitación, moquetas, esteras, pasillos, baldosas, parqués, periódicos, trapos, y éramos como un ciempiés poseído por otro ciempiés, y a veces, mientras escribo estas cosas, me llama ella por teléfono, o creo que me llama, aunque lo más frecuente es que dé con los nudillos en la ventana, y cuando me levanto a abrirla ya no está, sólo veo al gato requisando los tiestos.

Después de tanta fornicación se quedaba rendida, me gusta joder contigo, decía, y tomaba otra manzana, pero ésta ya para comérsela. Así siempre.