Lejos de la felicidad.
Sumirse en un estado que se asemeja a la desesperación, sin lograr no obstante alcanzarla.
Una vida a la vez complicada y sin interés.
Desvinculado del mundo.
Los paisajes inútiles del silencio.
Un amor. Uno solo. Violento y definitivo. Hecho pedazos.
La gente está desencantada.
Todo aquello que tiene en su naturaleza surgir, tiene en su naturaleza cesar. Sí. ¿Y qué? Yo la amé. La amo. Desde el primer momento ese amor fue perfecto, completo. En realidad no se puede decir que el amor aparezca; más bien, se manifiesta. Si se cree en la reencarnación, el fenómeno resulta explicable. La alegría de reencontrarse con alguien que ya conocemos, que siempre hemos conocido, desde siempre, en una infinidad de encarnaciones anteriores.
Si no se cree, es un misterio.
Yo no creo en la reencarnación. O, más bien, no lo quiero saber.
Perder el amor es también perderse a uno mismo. La personalidad se esfuma. No nos quedan ni las ganas, no contemplamos ya siquiera lo de tener una personalidad. Ya no somos, en sentido estricto, más que sufrimiento.
Lo mismo es, con diferentes modalidades, perder el mundo. El vínculo se rompe de inmediato, desde el primer segundo. El universo nos es, al principio, extraño. Luego, poco a poco, se vuelve hostil. También él es sufrimiento. No hay más que sufrimiento.
Y siempre esperamos algo.
El conocimiento no entraña sufrimiento. No podría de ninguna manera. Es, con exactitud, insignificante. Por las mismas razones, tampoco puede entrañar felicidad. Todo lo que puede entrañar es cierto consuelo. Y ese consuelo, muy débil al principio, se vuelve poco a poco nulo.
En conclusión, no he podido descubrir ninguna razón para buscar el conocimiento.
Imposibilidad repentina -y aparentemente definitiva- de interesarse por cualquier asunto político.
Todo lo que no sea puramente afectivo deviene insignificante. Adiós a la razón. Ya no hay cabeza. Sólo corazón.