La palabra “cultura” está tan gastada que ya nadie sabe lo que significa, exceptuando a los periodistas, quienes deciden a diario, sin que les tiemble el pulso, qué noticias deben figurar bajo ese epígrafe en sus rotativos y no bajo el de Deportes, Nacional o Espectáculos. Supongo que, con todo, a veces se les deben plantear grandes dudas, y en realidad lo único seguro es que lo relativo a libros, escritores, editores y premios literarios es siempre Cultura, lo cual, dicho sea de paso, es una verdadera lástima para algunos de los que nos dedicamos a la escritura: personalmente, nada me gustaría tanto como salir de vez en cuando en alguna información futbolística. En todo caso, el hecho de que lo que se llama Cultura sea una de las secciones fijas e irrenunciables de los periódicos es de los más significativo y también de lo más preocupante, pues quiere decir que se dan por supuestas dos cosas, a saber: que se van a producir diariamente noticias relativas a ese campo, y que ese campo – y sus noticias – van a interesar al público en general. Dicho de otro modo, que los ciudadanos de los países llamados occidentales necesitan su cotidiana ración de cultura, o al menos de lo que así se suele denominar en la prensa.
Como sucede con todo lo que en un momento dado se considera una necesidad, la cultura ha acabado por ser una obligación de buena parte de la ciudadanía, hasta el punto de que, si bien se observa, las palabras “ignorante” e “inculto” casi han desaparecido, como insultos, de nuestra lengua. La desaparición o el desuso de los insultos no están siempre relacionados con la propia desaparición del tipo de personas a quienes pueden aplicárseles, sino que en muchas ocasiones tienen el carácter de una abolición tácita por parte de la sociedad, la cual, digamos, llega un día en que juzga inconscientemente que ciertas injurias son demasiado ofensivas o graves para ser pronunciadas, y renuncia por misericordia a ellas. Así sucedió con el muy popular y extendido insulto “desgraciado”; y así como hoy en día no parece muy tremendo llamarle a nadie “hijoputa” (se emplea muchas veces en sentido admirativo), es curioso que nadie se atreva a llamarle a otro “inculto”. Incurriría en crueldad extrema, pero me temo que en imprecisión también, ya que el abuso del término “cultura” ha tenido como consecuencia (y quizá lo tenía asimismo como objetivo) su siempre creciente y progresiva indefinición, su vaguedad, su difuminación.
En última instancia, su desaparición. Nada hay tan eficaz para terminar con algo como privar de sentido y de contenido a ese algo, y la prueba puede hacerse con cualquier palabra: un juego de todos los niños solitarios ha sido el de repetir una y otra vez un vocablo hasta hacerle perder todo significado, al menos momentáneamente. Cuando la operación se hace colectivamente, y además no se limita a un instante perdido de aburrimiento, sino que se repite a diario, machacona e indefinidamente, el resultado es perfecto: hoy es todo “cultura” y nada es “cultura”, o, mejor dicho, todo y nada – cualquier cosa – puede serlo. No es este el lugar para analizar en qué momento histórico y por qué razones la cultura y lo cultural se han convertido no ya en un prestigio, sino en un bien a la vez tangible e intangible, a nivel planetario. Pero en lo que respecta a nuestro país y a fechas recientes, el motivo más aparente ha sido sólo un gran Acto Reflejo: ocuparse de la cultura y respetarla parece haberse erigido en uno de los más importantes rasgos negadores y diferenciadores del régimen dictatorial que acabó en 1975. Los políticos españoles han tenido especial cuidado en aparecer ante el electorado como hombres cultos, o por lo menos respetuosos de la cultura: tocar el piano, escribir versos, escuchar a Mahler, disertar sobre Machado, participar en el programa “Apostrophes”, publicar novelas, citar a Lampedusa, nombrar ministros a escritores, todo ello (y sin que se me ocurra poner en duda la sinceridad de tales prácticas, aficiones y decisiones) forma parte de ese gran Acto Reflejo. Pero nuestro país no es un caso aislado, aunque en él se añada el mencionado horror al pasado. La preocupación por la cultura es compartida por todos los estadistas, ministros, directores generales y subsecretarios no dictatoriales como si esa cultura y su frecuentación fueran la prueba, la garantía, de que nos gobiernan individuos sensibles y humanitarios. La cultura, en definitiva, empieza por beneficiar a los más poderosos en tanto que extraña coartada, como si en el inconsciente flotara la idea de que nadie puede ser malvado ni muy egoísta ni muy irresponsable si (aparte de amar a los niños y a los animales) se entrega en sus horas libres a tocar una sonata de Mozart, leer a Proust o componer odas. Es sumamente curioso que el contacto con lo que los artistas producen traiga consigo precisamente esta idea de embellecimiento moral y desprendimiento y cordura, habida cuenta de que los artistas han sido a lo largo de la historia seres eminentemente despóticos, egocéntricos y demenciales, como puede comprobar cualquiera que tenga a bien echar un vistazo a las biografías de los más conspicuos.
Lo cierto es que la operación reiterada y colectiva de que antes hablé es la perfecta forma de acabar con la cultura, en la medida en que no sólo resulta así un concepto cada vez más huero y carente de contenido, sino, sobre todo, cada vez más indistinguible y confuso. No se trata ya de algo nítido, con capacidad para admitir o expulsar de su seno, sino, por el contrario, de algo tan maleable e informe que no tendrá más remedio que ir transformándose y adaptándose según lo que desde fuera se decida que debe ser incluido en su seno. En este sentido sí cabría pensar que existen unos quiénes que hacen la cultura, o, más exactamente, que la configuran, la ofrecen y la representan. Por fortuna, la propia informidad a que se le ha condenado es también su posibilidad de salvación: al no ser ya una noción clara, permite y fomenta el continuo fraude, camelo y gato por liebre, entre otras cosas porque esos supuestos hacedores no saben discernir siempre. Digamos que en este campo tan poco o mal delimitado es difícil que existan funcionarios infalibles y adecuadamente especializados, como puede haberlos en otros terrenos, el de la economía, la agitación y la propaganda o la policía. Pero no por eso deja de haberlos. Van un poco a tientas, a veces sin otro punto de apoyo que el inestable gusto, la base menos científica que puede hallarse para medir las cosas. Pero los hay: se trata, eso sí, y por suerte, de una de las corporaciones más anárquicas y menos organizadas de cuantas puedan darse en nuestras sociedades, y está constituida por gentes tan variopintas que nunca podrá existir una política cultural coherente. Pero, con todo, se produce un funcionamiento, cuyo mayor y más dañino logro es algo que sí resulta novedoso con respecto a siglos pasados, a saber: la totalización del gusto. Lo que sí han conseguido esos hacedores de cultura es la supresión de la lucha de clases y de cualquier otra lucha en este terreno: se ha logrado que lo que gusta a las minorías sea también lo que gusta a la mayoría, o, si se prefiere (tanto da), que lo que gusta a la mayoría sea también lo que gusta a las minorías. Podríamos eternizarnos poniendo ejemplos, pero baste uno de muestra para cada actividad artística: Kundera en novela, Machado en poesía, Pavarotti en música, Velázquez (ahora) o Warhol en pintura.
La principal política cultural (y al hablar de tal cosa no me refiero exclusivamente a los funcionarios gubernamentales, sino a los críticos, a los responsables de la sección de Cultura de los periódicos, a los conductores de programas de televisión y radio, a los editores, a las compañías discográficas, a los empresarios teatrales, a los galeristas y marchantes, a los comisarios de exposiciones y también -pero en menor medida- a los propios artistas) consiste, como toda política, en la realización parcial de un deseo totalitario: el deso de que “todo el mundo esté de acuerdo”, sin que en el fondo importe mucho sobre qué o quiénes. El mayor problema y el mayor peligro, tras la relativa consecución de semejante designio, es que lo que queda de este lado de la cultura, lo que cabe bajo ese epígrafe, queda y cabe ya allí indefinidamente, sin que las posibles o futuras voces discrepantes (un artista puede ser bueno y dejar de serlo, como las personas puede ser inteligentes y dejar de ejercer esa inteligencia) vayan a resultar más que pura anécdota o producto del resentimiento. Este hecho sí es de una gravedad absoluta: lo lamentable no son tanto los fraudes, camelos y gatos por liebre antes mencionados, pues los ha habido siempre, sino la casi imposibilidad de desenmascararlos una vez que han sido elevados a la categoría de Cultura; la imposibilidad, al menos, durante la vida de esos camelos, es decir, mientras sigan emitiendo o produciendo. Quizá es por eso esta época la menos exigente de cuantas se recuerda, la que más permite y aplaude la repetición de la obra, la propia copia y el amodorramiento de los artistas, quienes, por una suerte de no promulgado decreto, parecen disponer de un vitalicio lugar seguro una vez que han quedado oficialmente del lado de lo que es Cultura. En un terreno tan movedizo y variable, se ha alcanzado una ficticia estabilidad que en realidad es anquilosamiento: vacas sagradas de la literatura, del cine, de la pintura, de la música o la filosofía seguirán siendo consideradas vitales, y la sección de cultura de los periódicos se ocupará de ellas cada vez que estornuden, aunque haga lustros que no produzcan un libro, una película, un cuadro, una composición o un tratado que valgan la pena. Y, por el contrario, otros artífices encontrarán desmesuradas dificultades para que sus obras quepan bajo el epígrafe porque el lugar, el espacio, estará permanentemente ocupado por quienes acaso sólo una vez, hace mucho, lo merecieron con justicia.
Sería ridículo y demagógico decir ahora que los verdaderos hacedores de la cultura son esos mismos artistas, porque son ellos los primeros interesados en el abuso y manipulación del término y en esa entronización vitalicia, en esa falta de cuestionamiento, en esa consagración falseada que – a quienes la consiguen lo mismo que a quienes podrían lograrla: por tanto a todos- les beneficia más que a nadie. El único verdadero hacedor que queda es el que, por otra parte, siempre ha sido el más importante, sólo que en nuestra época lo es más todavía: el tiempo, que es lo que los hombres ya no pueden dominar después de muertos.
Quiénes hacen la cultura. Pasiones pasadas. Javier Marías.