-Entonces el músico amará a las personas que se parezcan lo más posible a la que he descrito. En cambio, no amará a la persona inarmónica.
-No la amará –objetó— si sus defectos son de orden espiritual. Pero, si atañen al cuerpo, los soportará tal vez y se mostrará dispuesto a amarla.
-Ya comprendo -repliqué–. Hablas de ese modo porque tienes o has tenido un amante así. Y te disculpo. Pero respóndeme a esto: ¿tiene algo de común el abuso del placer con la templanza?
-¿Qué ha de tenerlo –dijo–, si perturba el alma no menos que el dolor?
-¿Y con la virtud en general?
-En absoluto.
-¿Entonces qué? ¿Acaso con la desmesura e incontinencia?
-Más que con ninguna otra cosa.
-¿Y puedes citarme algún otro placer mayor ni más vivo que el placer venéreo?
-No lo hay -respondió.-, ni ninguno tampoco más parecido a la locura.
-¿Y no es el verdadero amor un amor sensato y concertado de lo moderado y hermoso?
-Efectivamente -respondió.
-¿Entonces no hay que mezclar con el verdadero amor nada relacionado con la locura o incontinencia?
-No hay que mezclarlo.
-¿No se debe, pues, mezclar con él el placer de que hablábamos, ni debe intervenir para nada en las relaciones entre amante y amado que amen y sean amados como es debido?
-No, por Zeus –convino–, no se debe mezclar, ¡oh, Sócrates!
-Por consiguiente, tendrás, según parece, que dar a la ciudad que estamos fundando una ley que prohiba que el amante bese al amado, esté con él y le toque sino como a un hijo, con fines honorables y previo su consentimiento, y prescriba que, en general, sus relaciones con aquel por quien se afane sean tales que no den jamás lugar a creer que han llegado a extremos mayores que los citados. Y, si no, habrá de sufrir que se le moteje de ineducado y grosero.
-Así será —,dijo.
-Pues bien, ¿no te parece a ti –concluí- que con esto finaliza nuestra conversación sobre la música? Por cierto, que ha terminado por donde debía terminar; pues es preciso que la música encuentre su fin en el amor de la belleza.
-De acuerdo —convino.
República, libro tercero. Platón.