Sócrates. ¿Entiendes tú por pensar lo mismo que yo?

Teetetes. ¿Qué entiendes por pensar?

Sócrates. Un discurso que el alma se dirige a sí misma sobre los objetos que considera. Me explico como un hombre que no sabe muy bien aquello de que habla, pero me parece que el alma, cuando piensa, no hace otra cosa que conversar consigo misma, interrogando y respondiendo, afirmando y negando, y que, cuando se ha resuelto, sea más o menos pronto, y ha dicho su pensamiento sobre un objeto, sin permanecer más en duda, en esto consiste el juicio. Así pues, juzgar, en mi concepto, es hablar, y la opinión es un discurso pronunciado, no a otro, ni de viva voz, sino en silencio y a sí mismo. ¿Qué dices tú?

Teetetes. Lo mismo.

Sócrates. Cuando se juzga que una cosa es otra, a mi parecer, se dice uno a sí mismo que tal cosa es tal otra.

Teetetes. Sin duda.

-Entonces el músico amará a las personas que se parezcan lo más posible a la que he descrito. En cambio, no amará a la persona inarmónica.
-No la amará –objetó— si sus defectos son de orden espiritual. Pero, si atañen al cuerpo, los soportará tal vez y se mostrará dispuesto a amarla.
-Ya comprendo -repliqué–. Hablas de ese modo porque tienes o has tenido un amante así. Y te disculpo. Pero respóndeme a esto: ¿tiene algo de común el abuso del placer con la templanza?
-¿Qué ha de tenerlo –dijo–, si perturba el alma no menos que el dolor?
-¿Y con la virtud en general?
-En absoluto.
-¿Entonces qué? ¿Acaso con la desmesura e incontinencia?
-Más que con ninguna otra cosa.
-¿Y puedes citarme algún otro placer mayor ni más vivo que el placer venéreo?
-No lo hay -respondió.-, ni ninguno tampoco más parecido a la locura.
-¿Y no es el verdadero amor un amor sensato y concertado de lo moderado y hermoso?
-Efectivamente -respondió.
-¿Entonces no hay que mezclar con el verdadero amor nada relacionado con la locura o incontinencia?
-No hay que mezclarlo.
-¿No se debe, pues, mezclar con él el placer de que hablábamos, ni debe intervenir para nada en las relaciones entre amante y amado que amen y sean amados como es debido?
-No, por Zeus –convino–, no se debe mezclar, ¡oh, Sócrates!
-Por consiguiente, tendrás, según parece, que dar a la ciudad que estamos fundando una ley que prohiba que el amante bese al amado, esté con él y le toque sino como a un hijo, con fines honorables y previo su consentimiento, y prescriba que, en general, sus relaciones con aquel por quien se afane sean tales que no den jamás lugar a creer que han llegado a extremos mayores que los citados. Y, si no, habrá de sufrir que se le moteje de ineducado y grosero.
-Así será —,dijo.
-Pues bien, ¿no te parece a ti –concluí- que con esto finaliza nuestra conversación sobre la música? Por cierto, que ha terminado por donde debía terminar; pues es preciso que la música encuentre su fin en el amor de la belleza.
-De acuerdo —convino.

República, libro tercero. Platón.