Entre los conceptos troncales de la opinión pública musical casi ninguno se mantiene estable: son meros rezagados ideológicos de grados históricos trasnochados. Muchas categorías fundamentales fueron en su origen momentos de experiencia musical viva y conservan aún cierto rastro de verdad. Pero se han fijado y dado por supuesto como signos de reconocimiento de lo que se piensa y de lo que se espera, herméticas frente a lo divergente. […]. Más importante que el conocimiento es que uno se haya familiarizado con los juicios aceptados y que los repita diligentemente.

Adorno.

Un famoso violinista se ofrece al millonario norteamericano como dueño de una música jamás escuchada.

Gog le suscribe un contrato fabuloso para dar una serie de conciertos. Llegado el momento, el violinista se presenta en el escenario, saluda al público, y comienza a deslizar el arco sobre el mástil del instrumento. No suena una sola nota, porque el violín ha sido previamente despojado de sus cuerdas. El silencio es absoluto, a pesar de que el artista pone todo su entusiasmo: se mueve, gesticula, se contorsiona. Al final, sudoroso, vuelve a saludar al inteligente público presente en la sala, que aplaude con entusiasmo. Gog no está seguro de si le han engañado o no, pero reconoce que el artista ha cumplido el contrato, puesto que la música, en efecto, no ha sido jamás escuchada.

Y aplaude también, para que los entendidos no lo tomen por un ignorante cavernícola.

Que la obra de arte llegue a algo; la riqueza en detalles dentro de la unidad; el gesto de garantía aún en las obras más frágiles; tales son algunas exigencias del arte que no pueden inscribirse en la coordenada de la concordancia; tampoco pueden llegar a plenitud por medio de la universalidad teórica.
[… ]
Lo que sólo es absolutamente concordante, no concuerda. Si es sólo concordancia y está desposeído de algo que haya de conformar, deja de ser algo en sí y degenera en algo para otro: lo que se llama académica tersura.
Y las obras académicas no sirven para nada.