Pluscuamperfecto de futuro.

 

Cuando deje las sábanas, mañana, pensaré que mi sueño de la noche no ha sido sólo un sueño y que lo que me aguarda no es la huraña mañana de mañana.
Acogeré mi cuerpo esperanzado, como un feliz presagio inmerecido, y si hay un cuerpo al lado, será maravilloso descubrirlo, saber que las monedas que he pagado (y las monedas con que me ha comprado) han sido las monedas del amor, que pagamos con gusto y por el gusto, locos de amor los dos.
Y amar, esa mañana, extrañamente, será la redención de nuestros actos pasados y futuros, y el hecho del amor, en su presente, será como la historia sin la historia, un cuento que contamos con los cuerpos y que tiene sentido, lleno de ruido y furia compartidos.
Y si despierto solo, despertaré contento de estar solo, por la simple razón de estar conmigo, que soy el viejo amigo de algunos buenos ratos que he vivido.
Se inundará la casa con el sol, y si no hay sol se inundará de gris, un gris reconfortante, de París, que es la ciudad que tiene un gris más sol.
Haré mis abluciones matinales y haré la colación, y respecto al milagro de que los alimentos alimenten haré una reflexión profunda, sorprendente, que alimente las estancias del alma y que dé calma a un alma que ama la contemplación.
Para el resto del día tendré planes y hasta tendré esperanzas, que ya es tener bastante un mismo día, y en un claro derroche de energía tendré la convicción de que los planes y hasta las esperanzas no son la más completa tontería.
Naceré a mi ciudad, como si fuese la primera vez que nazco y que la veo, contento de nacer y de fundar, igual que un gran viajero, mi ciudad, quizá un lugar tranquilo junto al mar, donde esperar consiste en encontrar una buena razón para esperar el paso de los días.
Y a la ciudadanía, que, comúnmente, es una porquería, una viciosa tropa indiferente, habré de comprenderla, y, comprendiéndola, comprenderé toda su indiferencia, su desprecio, porque tendré conciencia de que quien más quien menos (y me incluyo) tiene una innoble historia que contar, lo cual, si no inocentes, nos vuelve dignos de algo de piedad.
Seré un huésped del tiempo, un invitado que aspira a estar contento y al cuidado de las horas, hasta lograr que el tiempo sea por fin mi líquido elemento, y no un andén desierto en que aguardar trenes de paso hacia ningún lugar, cansado, el pensamiento, de sentir, y de pensar, cansado el sentimiento.
Toda la peor vida de la vida, que a veces es la única que ocurre, le habrá ocurrido a un yo que no conozco, un yo que a fuerza de desconocido convierte en no vivido lo vivido, y el yo que reconozco, el que comparte la vida preferida (ésa que ha estado siempre en otra parte) sera mi yo más mío.
Y la vida que venga será fácil, o lo parecerá (que más me da) será la dulce vida, y por dulzura y por facilidad será una eternidad mientras me dura, aunque sólo me dure un día más.
Por eso, más que un día, mi día de mañana es el proyecto de un tiempo por llegar: es el pluscuamperfecto de futuro.
Ya sólo hay que aprenderlo a conjugar.

 

Indicaciones cartográficas (Preámbulo).

-No hay que sacar conclusiones morales -dijo Stevens- . La gente se limita a hacer las cosas lo mejor que puede.

-Los pobres desgraciados hijos de perra.

-Los pobres desgraciados hijos de perra -dijo Stevens-. No te pares. Acelera un poco.

W. F., La mansión.

Indicaciones cartográficas (Preámbulo).

Cualquier libro supone una invitación al viaje, y cualquier viaje, incluida la vaga peregrinación que llamamos la vida, puede leerse como las páginas de un libro. Los libros y los viajes, la vida y las palabras están hechos de una misma extraña sustancia, aunque las apariencias puedan hacernos pensar que no sucede así. Se trata de una sustancia narcótica, adictiva, pero inaprehensible.

El viaje de la vida de los hombres necesita nombrarse, necesita ser contado, para adquirir su salvaje y enloquecida grandeza. Un mundo sin fabulación sobre el mundo tal vez podría existir, pero a quién iba a importarle. Contar y vivir no son actividades divergentes, sino complementarias. Solemos reiterar que hay que vivir para contarlo: ello supone, por un lado, que debemos preservarnos para poder narrar la experiencia itinerante de la vida; y, por otro, que el hecho de contar preserva y acrecienta la vida en la memoria.

La cartografía es el arte de estar extraviado con absoluta precisión y con todo género de datos. Si observamos sin ánimo de engañarnos la vida de los hombres, vemos que consiste en buena medida en la elevación de sus supersticiones a la dignidad de ciencia. Hemos dado en pensar que el hecho de saber en todo momento cómo se llama el lugar donde nos encontramos supone saber dónde nos encontramos. Los mapas, las cartas de navegación, las coordenadas y los planisferios nos consuelan de nuestro extravío original.

Por más vocación de cartógrafo que he tratado de desarrollar, nunca he sabido muy bien dónde me encontraba ni por qué. Tengo entendido que no se trata de un sentimiento incompartible. Este particular inconveniente proporciona una ventaja general a cualquier vida, y es el hecho de que cualquier vida supone una aventura en sentido estricto, erremos por donde erremos. El tedio físico no existe, para quien pierde a cada instante la senda de regreso al país de siempre estar perdido.

En vista de que nuestra condición vagabunda en cuerpo y alma hace inútiles las indicaciones cartográficas, el mejor consejo que se puede dar es el de romper todos los mapas, con el fin de no aumentar el caos de nuestras vidas. La vida se deja leer como un libro abierto, es decir, como algo que crea sus propias reglas y sus propios itinerarios, aunque no siempre entendamos por qué los seguimos o por qué los olvidamos. Y un libro que necesitase un mapa para ser leído supondría una extravagancia innecesaria. Para perderse, lo mejor es hacerlo a nuestro modo, por el puro placer de perdernos.

Estas páginas querrían suponer un minucioso testimonio de desorientación en la selva de los días, una silva en prosa para intentar viajar al mundo de la conciencia, y para dar fe de cómo la conciencia viaja al mundo. Un libro nómada -como son todos los libros-, para sedentarios. Un ejercicio de sedentarismo -esa otra manera de viajar-, para los espíritus nómadas, como son todos los espíritus. Levons l’ancre. Buen viaje y extravío.

Carlos Marzal. Los pobres desgraciados hijos de perra (Diario 1981-1995).

Aunque profeso una suerte de inmovilismo absoluto en la consideración sentimental del ser humano (la idea de que nuestro espíritu, en su esencia, no puede cambiar mucho ), imagino que hay nostalgias, dentro de la nostalgia inamovible, que son de naturaleza moderna. Por más que las elucubraciones acerca de la conciencia sean de carácter indemostrable, supongo que no es disparatado aventuar que hay razones para la melancolía que no conocieron los antiguos, nuestros estrictos contemporáneos en las cosas del alma, de quienes nos separan esas cosas del tiempo.

Fernando Pessoa, que fue un artista de la melancolía propia y de la ajena, ya sintió esas nostalgias flamantes, esas formas saudosas de estar en el mundo, que son nuevas, aunque no lo sean, porque no sólo nada hay tan viejo como la nostalgia, sino que el viejo tropiezo biológico en que consiste el ser humano resulta indisociable de la nostalgia. Tal como yo la entiendo en mis cavilaciones carentes de razón, es una linfa de sereno pesar, de alegre desasimiento, de feliz tristeza sin porqué ni a dónde, y que surca nuestras venas. Nada tiene que ver con la taciturnia, con la doliente pesadez de los pelmazos, con la supuración empalagosa de la hipocondría. Yo hablo de una nostalgia que produciría nostalgia el no tenerla, que resultaría pecado el no sufrirla. Una nostalgia que no se desconcierta de sentirse ni de decir su nombre, y que se enorgullecería de ser así de nostálgica, si no fuese porque el orgullo es un sentimiento demasiado vigoroso, demasiado enérgico, y casa mal con la plácida nostalgia. Mi nostalgia es de índole abdicada, de naturaleza dimitida, de temple desertor; pero de quien deserta por convencimiento de que esa es la mejor de las acciones, de quien dimite para pararse a contemplar el mundo, de quien abdica de los tronos que no existen, por vocación de monarca inútil sobre asuntos sin importancia. Esa nostalgia es de una arcilla satisfecha de nada, de un barro hechizado por cada una de las minucias.

¿Nostalgia de qué? Nostalgia de todo. De aquel minúsculo claustro amniótico (por qué no), allí en el calor amable del vientre orgulloso donde nos mecíamos, protegidos del mundo, a salvo de la vida cuando ya éramos la misma vida, olvidados de los hombres cuando ya contábamos en el bando de los hombres, desentendidos de la Historia cuando la Historia ya había echado a rodar. Nostalgia por la infancia con el caballo de madera que todos hemos montado en la infancia, y que en el caso de no haberlo hecho nos genera más nostalgia aún, porque si la pérdida es un motor nostalgioso, más lo es todavía la suma de lo que nunca se tuvo. Nostalgia de la adolescencia, la estación salvaje de la vida que no puede pararse a sentir nostalgia alguna, esa aflicción de las conciencias aventajadas. Nostalgia del porvenir, nostalgia incluso por la contemplación amorosa de la vida desde la otra orilla. Nostalgia de la nostalgia, como un éxtasis malsano de perfume imposible.

La nostalgia fresca que degustaba más arriba se genera en el principio de razón laberíntica, porque la sensación de extravío, la certeza del frenesí equivocado, constituyen al hombre moderno. No se trata de que los antiguos no se sintiesen alguna vez perdidos en el mundo, sino de que nosotros no podemos concebir el mundo sin sentirnos perdidos. Lejos de casa, aunque estemos en casa. Fuera de nosotros, por más que estemos en nosotros mismos. Arrojados del centro de no sabemos dónde, por más que nos hayamos soñado en el ombligo de la tierra. Casi todo es una metáfora nostálgica de no comprendemos qué, de no entendemos cómo, de no concebimos cuándo; esas estrellas que colman el firmamento; ese firmamento surcado por miles de aviones; esos aviones repletos de pasajeros desconocidos; esos pasajeros ignotos que transportan maletas por túneles metálicos; esas maletas atestadas de objetos incontables. La nostalgia, que no cabe en ningún lugar, cabe en una maleta que no reclama nadie.