La mejor solución: responder a los deseos de las masas eligiendo al cargo supremo a la persona más apta para representarlas: un hombre capaz de escuchar la voz del pueblo, conocer sus aspiraciones y anhelos, identificarse plenamente con él. De decir: yo soy el pueblo, y dialogar con él, consigo, en el espejo; de eliminar todo asomo de contradicción entre ambos gracias a la exclusión de cualquier tipo de instancias intermedias, de asumir su yo infinito, multitudinario, y asegurar sin complejos su progreso y felicidad.

En consecuencia: comer, tragar, beber, engordar, extender los límites corporales al último agujero del cinturón y luego romperlo: ¡una gran victoria de masas! Acumular los pliegues de grasa en la sotobarba, estómago, nalgas, muslos, abdomen, caderas: ¡nuevas conquistas populares! Desenvolverse cada vez más, ganar en volumen y circunferencia, perder de vista la parte inferior a la ingle a causa del diámetro increíble del cuerpo: ¡otros tantos éxitos de la plebe, motivo gozoso de fiestas y regocijos! Dilatarse como un globo aerostático, crecer, establecer nuevos planes de desarrollo y expansión, rebasar metas tenidas por imposibles, escuchar las aclamaciones del gentío, los gritos de Macho, Padrote, Caudillo, Comandante en Jefe, Guía Supremo, Benefactor. Emitir eructos entre las barbas, descifrar la voluntad soberana en las propias ventosidades y borborigmos. Pesarse regularmente en público y comprobar que el pilón adjunto al brazo mayor de la romana sube al tope en medio de los aplausos y las ovaciones de la multitud enfebrecida.

Los manifestantes que, empleando los medios de locomoción más diversos —desde el apabullante Rolls Royce al democrático billete de metro— convergen en la majestuosa escalinata de la Ópera, exhiben orgullosamente el telegrama del ministro de la Cultura que les confiere el privilegio de franquear la barrera de un férreo servicio de orden encargado de rechazar sin miramientos a todos los postulantes que, de modo individual o llamativamente agrupados —como aquel puñado de afganos pobres y famélicos, deseosos de aprovechar la ocasión de recordar a los vibrantes y conmovidos espectadores al acto la absurda, enojosa y ya postergada tragedia de su remoto país—, tienen la increíble inocencia —que algunos motejarían de caradura— de presentarse a la Academia Nacional de Música sin invitación alguna, ignorando o fingiendo ignorar que el derecho a protestar en tan noble y distinguido recinto pertenece en exclusiva a quienes, como tú, han sido expresamente convocados a hacerlo por razones de mérito personal o pedigrí ideológico, poseen el indispensable bagaje cultural, el obligado requisito de una sensibilidad literaria y artística y son los únicos, por consiguiente, que podrán asistir desde platea, palcos, anfiteatro o paraíso del ilustre edificio a la celebración ritual de las musicales exequias de la patria de san Estanislao y Kosciuszko, Wojtyla y Mickiewicz, Chopin y María Waleska, muerta y sacrificada como Cristo, perennemente despedazada y comida por las fieras: a su agonía romántica, conmemorada ya en los salones parisienses del XVIII y XIX, con llantos y suspiros, a los acordes de valses y estudios, nocturnos y sonatas, baladas y preludios, barcarolas y scherzos.

Por el vestíbulo, escalinata, grand foyer y pasillos, la crema y nata de los selectos, floreados por el ministro del ramo, se saludan unos a otros con ademanes y expresiones compungidos —con el decoro y gravedad que exige la circunstancia—, intercambian signos de admiración y reconocimiento, formulan comentarios en voz baja: vi tu última película, devoré tu última novela, leí tu última crónica o entrevista. ¡Extraordinaria, sencillamente extraordinaria! Los mutuamente alabados se inclinan satisfechos y mientras uno y otro se aleja, oirás murmurar al que queda, un fracaso, una verdadera mierda, una triste sombra de sí mismo, ha perdido todo su talento, mientras, ignorado por ellos, te abres paso como puedes entre la élite deslumbrante venida a ver o escuchar, como tú, el discurso inflamado de un escritor; el poema declamado por una famosa actriz de teatro; la presencia carnal de uno de esos representantes del pueblo combatiente y heróico que, después de ser festejado unos días por la izquierda divina y humana, caerá pronto en la trampa del olvido y evocará amargamente su gloria efímera, arrinconado como un vulgar gorrista o parásito; el sencillo y sugerente programa musical en el que figuran, noblesse oblige, el himno-mazurca de Dombrowski, la Polonesa del gran Frédéric.

Todos están alli, reunidos en las primeras filas de platea y palcos oficiales: el ministro y su esposa, diplomáticos y miembros de la Academia, dramaturgos y artistas, infinidad de rostros telegénicos; el duque y la duquesa de Guermantes, Sénécal, madame Verdurin, Reynaldo Hahn; personajes de Cortázar y Carpentier; Régine y Régis; un best-seller internacional, promovido a manager y estratega, a escala planetaria, de causas políticas oportunas, rentables y avanzadas. ¡Los mineros encerrados en los pozos de Katowice se sentirían sin duda muy reconfortados si supieran que a mil kilómetros del lugar en donde siete de sus compañeros acaban de ser acribillados a balazos por un ejército popular-democrático armado de cañones y tanques, una brillante asamblea de vedettes y notables se emociona con su destino, vierte lágrimas por su suerte, solloza interiormente a la escucha de los compases del gran Frédéric! Encaramado a lo alto del paraíso, en una percha oscilante del gallinero, escucharás como desde una nube las observaciones y apostillas de dos entendidos mientras el intérprete de la Polonesa desgrana melancólicamente sus notas en el teclado con ademanes sobrios y escuetos: ¿será posible? ¡Ha fallado nada menos que el si bemol! ¡En mi vida he oído una pifia así! ¡Es una auténtica estafa! Elevado a las cumbres seráficas por la música del gran Frédéric, pedirás cortésmente los gemelos a la vagarosa melómana trepada en la percha vecina, apuntarás con ellos a rostros conocidos y pletóricos de su propia importancia y, contagiado por la exaltación colectiva, decidirás planear también en tu altura y encenderás tranquilamente un canuto de excelente kif de ketama. Los mineros del pozo Wujak, desesperadamente recluidos desde hace días en su sombría soledad de fondo, contemplan ahora contigo el elenco, la esplendente farándula de protagonistas y actores de la inolvidable manifestación de apoyo al pueblo inmolado y yacente por causa de la justicia y libertad universales: cantando Aída o Don Giovanni en el vasto y soberbio escenario, voglio fare el gentiluomo e non voglio più servire, todos cogidos de la mano, haciendo reverencias y pasos de baile, robándose luz frente a las cámaras, saludando alborozadamente al público.

El final previsible, anunciado ya por la irrupción de las guitarras de la simpática tuna universitaria, te obligará a brincar de la percha del gallinero y refugiarte bajo la falda de la vecina de los gemelos, a falta de poder hacerlo, como los patéticos e irrisorios mineros de Katowice, en la negrura del claustro materno: ¡los invitados a llorar en la Ópera por el sino de la desdichada Polonia corearán para ti, y para ustedes, su mundialmente aplaudida versión del célebre y ya inmortal Clavelitos!