El ensombrecedor magisterio de Ortega.

ZAMBRANO

Basta con que una mujer se entregue a la filosofía para que se vuelva presuntuosa y agresiva o reaccione como una advenediza. Arrogante, al tiempo que insegura, visiblemente asombrada, parece a todas luces no hallarse en su elemento.

¿Cómo es posible que el malestar que tal situación inspira no se produzca jamás en presencia de María Zambrano? Me he hecho esta pregunta con frecuencia y creo haber hallado la respuesta: María Zambrano no ha vendido su alma a la Idea, ha salvaguardado su esencia única situando la experiencia de lo insoluble sobre la reflexión acerca de ello; ha superado, en suma, la filosofía… Sólo es verdadero a sus ojos lo que precede o sucede a lo formulado, el verbo que se zafa de las trabas de la expresión o, como ella ha dicho magníficamente, la palabra liberada del lenguaje.

Pertenece María Zambrano a ese orden de seres que lamentamos no encontrar más que en raras ocasiones, pero en los que no cesamos de pensar y a los que quisiéramos comprender o, cuando menos, adivinar. Un fuego interior que se esconde, un ardor que se disimula bajo una resignación irónica: todo en María Zambrano desemboca en otra cosa, todo conlleva su otro lugar, todo. Por mucho que uno pueda hablar con ella de cualquier cosa, se tiene, sin embargo, la certeza de que antes o después nos deslizaremos hacia interrogantes esenciales sin seguir necesariamente los meandros del razonamiento. De ahí un estilo de conversación en nada entorpecido por la tara de la objetividad y gracias al cual ella nos conduce hacia nosotros mismos, hacia nuestras perplejidades virtuales. Recuerdo con precisión el momento en que, en el Café de Flore, tomé la decisión de explorar la Utopía. Sobre este tema, que habíamos tocado de pasada, citó ella una opinión de Ortega que comentó con insistencia; yo resolví en ese mismo instante entrar a fondo en la nostalgia o en la espera de la Edad de Oro. Tal hice luego con una curiosidad frenética que, poco a poco, había de agotarse o transformarse más bien en exasperación. Lo cierto es que dos o tres años de extensas lecturas tuvieron su origen en aquella conversación.

¿Quién como ella, adelantándose a nuestra inquietud o a nuestra busca, tiene el don de dejar caer la palabra imprevisible y decisiva, la respuesta de prolongaciones sutiles? Por eso desearía uno consultarla al llegar a la encrucijada de una vida, en el umbral de una conversación, de una ruptura, de una traición, en la hora de las confidencias últimas, grávidas y comprometedoras, para que ella nos revele y nos explique a nosotros mismos, para que ella nos dispense de algún modo una absolución especulativa y nos reconcilie tanto con nuestras impurezas como con nuestras indecisiones y nuestros estupores.

El que habla a lo pueblo se retira sin por ello hacerse ninguno; al contrario, se llena de autoridad, pues aquello que dice no es importante porque lo diga él, sino porque es así y está dicho así, desde antes. Es un hablar en función del tiempo, bajo el cual reposa una antigua concepción de la verdad hoy olvidada y que sería oportuno resucitar: hay verdades que se descubren con el tiempo. Y nadie ha de ponerlas al descubierto hasta que el tiempo no pase; razón de ciertos silencios, de ciertas palabras veladas, veladas como la verdad misma. Es el lenguaje más cargado de autoridad.

En el lenguaje esquemático de la masa, lo primero que desaparece es el tiempo, junto con la persona a quien se habla. Pasado, presente y porvenir se estratifican, se hacen «cosa». Es un lenguaje de «sí» y «no» absolutos: no hay salida, ni por tanto lugar para el diálogo.

¿Y de dónde proviene este modo de hablar? Es por todo su rígido esquematismo una simplificación de otro lenguaje, siguiendo una ley general, según la cual todo lo extremadamente esquemático y rígido es producto de una simplificación. De la simplificación de algo en lo que reside, ya un principio de dogmatismo, ya una cierta rigidez. Pues que en el caso del que nos ocupamos, la simplificación del lenguaje popular tradicional no produciría este lenguaje típico de la masa -que más o menos usamos todos hoy-. Daría más bien una especie de balbuceo, de lenguaje deshilvanado; daría incoherencia como, en efecto, encontramos entre aquellas gente del pueblo de escasas luces de entendimiento, caídas en una situación deprimente o de extrema ignorancia. La coherencia, la profunda unidad en la complejidad del lenguaje popular se convierte, en quienes no pueden usarlo, en incoherencia, en balbuceo deshilvanado, mas no en el lenguaje típico de la masa.

Es este lenguaje simplificación de algún otro lenguaje distinto del popular. Y si nos hemos extendido tanto en este análisis es porque él nos conduce a algo importante, como ahora veremos.

Con su agobiante abuso del «yo opino», del «yo digo que esto es así», con su abstracción excesiva del tiempo, con el uso compensatorio de los adjetivos, el lenguaje de la masa es esquematización del lenguaje racionalista del hombre culto moderno. Entonces, ¿no sería la masa más que el producto degradado – como el alcohol de menor gradación- del pueblo, el producto igualmente caricaturesco de la clase culta, de la minoría caída de su poder, privada de su virtud esencial: el afán de perfección? Y en este sentido, producto de la demagogia, la demagogia misma cristalizada.

Todo ver a otro es verse vivir en otro. La vida humana jamás está sola, sino en instantes en que la soledad se hace, se crea. La soledad es una conquista metafísica, difícil, porque nadie está solo, sino que ha de llegar a hacer la soledad dentro de sí en momentos en que es necesario para nuestro crecimiento. Los místicos y los poetas hablan de la soledad como algo por lo que hay que pasar, punto de partida de la ascesis, es decir, de la muerte, de esa muerte que hay que morir, según ellos, antes de la otra, para verse, al fin, en otro espejo.

La visión del prójimo es espejo de la vida propia; nos vemos al verle. Y la visión del semejante es necesaria a la vida humana precisamente porque el hombre necesita verse. No parece existir ningún animal que necesite contemplar su figura en el espejo. El hombre busca verse y parece vivir en plenitud cuando se mira, no en el espejo muerto que le devuelve la propia imagen, sino cuando se ve vivir en el vivo espejo del semejante.

Sólo al verme en otro me veo en realidad, sólo en el espejo de otra vida semejante a la mía adquiero certidumbre de mi realidad. Creer en la realidad de sí mismo no es cosa que se dé sin más, parece ser que es certidumbre recibida de un modo reflejo. Creo en mí, me siento real si me veo en otro como real. Mi realidad depende de otro. Y esta trágica vinculación engendra, a la vez, amor y envidia. De la soledad, de la angustia no se sale a la existencia en un acto solitario, sino a la inversa, de la comunidad en que estoy sumergido salgo a la realidad mía a través de alguien en quien me veo, en quien siento mi ser. Toda existencia es recibida. Y ya después de esta certidumbre previa, necesaria, donde la envidia acecha, puede advenir la conquista de la soledad. Soledad relativa a los semejantes, desprendimiento de ellos por adentramiento en busca de otros espacios, donde lejos de los hombres no estoy solo, sino que me busco en un espejo más allá del tiempo humano, del que algunos hombres han dado testimonio.