down by law polaroid

Porque esta noche duermes lejos y en una cama con demasiado sueño, yo estoy aquí despierto, con una mano mía y otra tuya.

Tú seguirás allí desnuda como tú y yo seguiré aquí desnudo como yo.

Mi boca es ya muy larga y piensa mucho y tu cabello es corto y tiene sueño.

Ya no hay tiempo para estar desnudos como uno los dos.

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La mano se extiende, pero a mitad de camino la detiene una imagen.
Y se marcha entonces con ella, no para poseerla sino tan sólo para entrar en su juego.
La mano ha comenzado a enamorarse en el camino y así la posesión y el don se le escapan.
La mano ha cambiado su destino por un vuelo que no es el vuelo del pájaro, sino un abandono a las mareas que no tienen costa o a los desequilibrios de una sabiduría diferente.
La mano ha renunciado a su objeto y ha adquirido el valor de su distracción.
La mano ha renunciado a salvarse.

Cosidos a no sabemos qué, con algo más delgado y más fuerte que una aguja y un hilo, costura olvidada y perdida, justamente cuando hemos entrevisto una meditación más allá del pensar, una meditación de la letra, donde cada signo es una pregunta y cada palabra un abismo doblado, mientras el humo del lenguaje nos empaña los ojos y el humo de la vida nos empuja hacia nuestra propia sombra.

En esta situación es difícil abrir bien las ventanas o sacudirnos de encima el pelaje tinto de la noche o acurrucar la espera en las pericias arrogantes con que algunas criaturas tejen sus redes.

En esta situación es preciso por lo menos cambiar de lugar las imágenes y hasta las cosas mismas, para hacerle lugar a la campana sonámbula que anuncia la última prevaricación de la vida: la sordera transfigurada que percibe sólo el canto que no está atado a ninguna palabra.

En esta situación sólo queda tratar de romper la costura perdida y marchar hacia otra parte, aunque no exista.

No sólo el mediodía deteriora y calcina la mirada. Hay también ojos quemados por los atardeceres, agotados por los empalmes de la luz y la sombra, heridos para siempre por la frecuentación de ese hilo ingobernable.

Ojos curtidos por el desbande de las formas, preparados para sufrir su ausencia y sin embargo no enceguecer.

Ojos quizá para ser lo único abierto, como secreta y atribulada consigna, cuando todo se cierre.

[…] Nos miramos, nosotros y las cosas, y hasta quizá nos reconocemos como estatuas de sal. Ancestrales automatismos nos ubican a unos junto a otros. Todos pasamos.
Pero nadie es capaz de detener un color o un perfume, de recoger el movimiento de una hoja o un párpado, de conservar nada más que hasta mañana el brote de una pequeña armonía.
Nadie detiene nada, ni aun adentro de sí mismo. Y el viejo sueño es ése: detenernos. Que alguien o algo nos detenga.

Porque ni aun la muerte nos detiene: tan sólo nos destruye.