Sentí un funeral en mi cerebro, los deudos iban y venían arrastrándose -arrastrándose -hasta que pareció que el sentido se quebraba totalmente –

y cuando todos estuvieron sentados, una liturgia, como un tambor – comenzó a batir -a batir -hasta que pensé que mi mente se volvía muda –

y luego los oí levantar el cajón y crujió a través de mi alma con los mismos botines de plomo, de nuevo, el espacio -comenzó a repicar,

como si todos los cielos fueran campanas y existir, sólo una oreja, y yo, y el silencio, alguna extraña raza naufragada, solitaria, aquí –

y luego un vacío en la razón, se quebró, caí, y caí – y di con un mundo, en cada zambullida, y terminé sabiendo -entonces –

El lujo de entender
el lujo sería
de mirarte una sola vez
y volverme un Epicuro

cualquiera de tus presencias sirve
de futuro alimento
apenas recuerdo haber muerto de hambre
tan bien surtida estaba –

el lujo de meditar
el lujo era
darme el festín de tu semblante
otorga suntuosidad

en días habituales, cuya lejana mesa
como la certidumbre recuerda
está puesta con una sola migaja
la conciencia de ti.

Poema 815. Emily Dickinson.