Era bajo y delgado, andaba con un paso leve como si el cuerpo no lo perturbara. La joven de la portería de la pensión de Catete, transportada en éxtasis, dijo de él: «¡El maravilloso poder de expresar sus sentimientos por la música!».
Él tocaba de noche, cuando los huéspedes dejaban más vacío el salón. Debía de haber tocado en tiempos idos razonablemente bien, en cuanto a la técnica. En cuanto a «sus sentimientos» no podían expresarse por la música más que en dos variantes primarias: o el pianissimo, o el fortissimo. Pasaba de uno al otro sin aviso, lo que en verdad expresaba los sentimientos primarios de la joven de la portería. En cuanto a los suyos propios, tal vez esas dos únicas variaciones indicaran sólo una gama pobre o monótona de emociones. Aun en cuanto a su físico, su traje llegó por error a otro cuarto, fue como si todo él estuviera colgado del perchero —un hombro más alto que el otro, hombros que no eran estrechos sino de algún modo discretos o tímidos. No fue difícil adivinar que el traje no era suyo. «¿Del extranjero?», preguntaron. «¿Es extranjero?», retrucaron con una pregunta. No lo era.
Olvidé decir que parecía albino. Y era miope: de ahí, tal vez, indirectamente, sólo poder tocar pianissimo o fortissimo, como si sólo en el contraste brutal él viera. Yo lo conocí, y fue un hombre que casi se mató. Pero no se mató. Tal vez había encontrado un término medio entre el pianissimo y el fortissimo. Como la mayoría de las personas.

Si ustedes supieran qué diferente está esta noche. Son las tres de la madrugada, tengo uno de mis insomnios. Bebí una taza de café, ya que en realidad no iba a dormir. Le puse demasiado azúcar y el café quedó horrible. Oigo el ruido de las olas del mar rompiéndose en la playa. Esta noche está diferente porque, mientras duermen, estoy conversando con ustedes. Interrumpo, voy a la terraza, miro la calle y la franja de playa y el mar. Está oscuro. Tan oscuro. Pienso en personas que me gustan: todas están durmiendo o divirtiéndose. Es posible que algunas estén tomando whisky. Mi café entonces se transforma en más dulzón aún, en más imposible aún. Y la oscuridad se vuelve mayor. Estoy cayendo en una tristeza sin dolor. No es malo. Forma parte. Mañana probablemente tendré alguna alegría, también sin grandes éxtasis, sólo alegría, y eso tampoco es malo. Sí, pero no me está gustando mucho este pacto con la mediocridad de vivir.

Y de repente aquel dolor intolerable en el ojo izquierdo, el lagrimeo y el mundo volviéndose turbio. Y tuerto: pues al cerrar un ojo, el otro automáticamente se entrecierra. Cuatro veces en el transcurso de menos de un año un objeto extraño agredió mi ojo izquierdo: dos veces basuritas no identificadas, una vez un grano de arena, otra una pestaña. Las cuatro veces tuve que acudir a un oftalmólogo de guardia. La última vez le pregunté al que cumple su vocación cuidando por así decirlo de nuestra visión del mundo: ¿por qué siempre el ojo izquierdo? ¿Es simple coincidencia?
Respondió que no. Que por normal que sea la vista, uno de los ojos ve más que el otro y que por eso es más sensible. Lo denominó ojo director. Y éste, por ser más sensible, toma el cuerpo extraño, no lo expulsa.
Quiere decir que el mejor ojo es aquel que al mismo tiempo es el más poderoso y el más frágil, el que atrae problemas que, lejos de ser imaginarios, no podrían ser más reales que el dolor insoportable de una basurita que hiere y araña una de las partes más delicadas del cuerpo. Me quedé pensativa.
¿Será que esto sucede sólo con los ojos? ¿Será que la persona que más ve, por lo tanto la más potente, es la que más siente y sufre? Y la que más se desgarra con dolores tan reales como una basurita en el ojo. Me quedé pensativa.

Para rehacerme y rehacerte vuelvo a mi estado de jardín y de sombra, fresca realidad, apenas existo y si existo es con un delicado cuidado. Alrededor de la sombra hace un calor de sudor abundante. Estoy viva. Pero siento que aún no he alcanzado mis límites, ¿fronteras con qué?, sin fronteras, la aventura de la libertad peligrosa. Pero me arriesgo, vivo arriesgándome. Estoy llena de acacias que se balancean, amarillas, y yo que apenas he comenzado mi jornada, la empiezo con un sentido de tragedia, adivinando hacia qué océano perdido van mis pasos de vida. Y locamente me apodero de los desvanes de mí, mis desvaríos me asfixian de tanta belleza. Yo soy antes, yo soy casi, yo soy nunca. Y todo eso lo he obtenido al dejar de amarte.

Sumergirse en el sueño se parece tanto al modo en que ahora debo avanzar hacia mi libertad… Entregarme a lo que no entiendo será como colocarme en los límites de la nada. Será como avanzar sin avanzar apenas, y como una ciega perdida en el campo. Esa cosa sobrenatural que es vivir. El vivir que yo había domesticado para volverlo familiar.

¿Estoy desorganizada porque he perdido lo que no necesitaba? En esta mi nueva cobardía —la cobardía es lo más nuevo que me acontece, es mi mayor aventura, esa mi nueva cobardía es un campo tan amplio, que solo una gran valentía me lleva a aceptarla—, en mi nueva cobardía, que es como despertarse por la mañana en casa de un desconocido, no sé si tendré valor para simplemente marchar. Es difícil perderse. Es tan difícil, que probablemente prepararé deprisa un modo de hallarme, incluso aunque hallarme sea nuevamente la mentira de que vivo. Hasta ahora hallarme era ya tener una idea de persona en la que insertarme: en esa persona organizada me encarnaba, y en lo mismo sentía el gran esfuerzo de construcción que era vivir. La idea que me hacía de la persona procedía de mi tercera pierna, de la que me sujetaba al suelo. Pero ¿y ahora? ¿Seré más libre?
No. Sé que aún no siento libremente, que pienso de nuevo porque mi objetivo es hallar, y que por seguridad denominaría hallar al momento de descubrir un medio de salida. ¿Por qué no tengo valor para hallar al menos un medio de entrada? Oh, sé que he entrado, sí. Pero me asusté porque no sé a dónde conduce esa entrada. Y nunca antes me había yo dejado llevar, a menos que supiese hacia qué.
Ayer, sin embargo, perdí durante horas y horas mi montaje humano. Si tuviese valor, me dejaría seguir perdida. Pero temo lo que es nuevo y temo vivir lo que no entiendo; quiero siempre tener la garantía de, al menos, pensar que entiendo, no sé entregarme a la desorientación. ¿Cómo explicar que mi mayor miedo esté precisamente relacionado con el ser? Y, no obstante, es el único camino. ¿Cómo se explica que mi mayor miedo sea precisamente el de ir viviendo lo que vaya sucediendo? ¿Cómo se explica que no soporte yo ver, solo porque la vida no es la que pensaba sino otra?, ¡como si antes hubiese sabido lo que era! ¿Por qué el ver produce una desorganización tal?
Y una desilusión. Pero, desilusión, ¿de qué? ¿Si, sin ni siquiera sentir, yo soportaría mal mi organización apenas construida? Tal vez la desilusión sea el miedo a no pertenecer más a un sistema. A pesar de ello, se debería decir así: él es muy feliz porque finalmente se desilusionó. Lo que yo era antes no era bueno para mí. Pero de ese no-bueno yo había organizado lo mejor: la esperanza. De mi propio mal había creado un bien futuro. El miedo ahora ¿es que mi nuevo modo carezca de sentido? Pero ¿por qué no me dejo guiar por lo que vaya ocurriendo? Tendré que correr el sagrado riesgo del azar. Y sustituiré el destino por la probabilidad.