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Oui l’endorphine s’est envolée

Pero…

Do you remember the first time?

Igual estoy muy borracha, (como nos dijo aquella recepcionista de aquel hotel: «estáis muy borrachas para salir» con tono paternalista)

igual la vez que menos.

Hoy no he bebido hasta vomitar, por lo menos.

No hasta olvidarme de mi cuerpo, de mi presencia. Hubo un día que quería vivir tanto que quería morirme. Ahora moriría solo por un instante de esa vida.

Joder, me encantaría volver. Volver a aquellos años de ambulancias, ruido, noches de no saber, noches de deseo, de nostalgia y escribirte, dedicarte. Noches de partirme la frente por tí. Noches de no hacerlo. Noches.

¿Volverás? ¿Volveremos? Sí creo en la rehabilitación, solo necesito que me acompañes.

 

 

hilos, dardos y fallos.

Madrid 1997 gloria rodriguezI.

Madrid es una ciudad de más de un millón de bibos (en mi opinión).

A veces, al amanecer, el metro, dicen, como de Kant, sobrebaja y pasa a nuestro lado. Anuncia la hora y ruge rojo que viene.

(No para tanto. Breves segundos para. Pudro. Digo.)

Silba. Y va.

Repasa largas horas gimiendo sobre ejemplares de re literaria.

Suspira: delenda est Madrid.

Es decir: modelo. Tomás, Ignacio, Isidro, Daoíz, Q., L. y Q. Piedra sobre la que edificar mi Desierto.

Sólo los niños de la gran ciudad saben de su gioia y del frío

entre los dedos. Mocos transparentes (su deseo).

En un paisaje sin emblema, himno ni bandera – o viceversa,

sin circulonquios, ni cuidados, contemplaciones,

has crecido.

Y eres lo queres. Hierves en la más lenta de las cámaras.

Cazuelas.

Per vias rectas. Antes de la invención -dello me quejo

Sobre gules. Del Supositorio.

Déjalo. Deja que se sequen, amor, oh, en la Seguridad Social.

Global aldea. En la que

Contra pereza…

Terrores de ricino, cataplasmas de mostaza, sulfamidas,

antitusígenos, calcio, vitamina C, bicarbonato, irrigaciones,

de bacalao, baños de sol, los ganglios, las ojeras, como nubes,

las colonias de liendres ahogadas en azufre y gritos.

Desde los cinco, niño, agarraíto al madroño de la vida.

Cuentan los más viejos era frecuente,

salud darse. Sin cuenta darse. De padre a hijo,

de hembra a macho en los paseos y mayores plazas, jardines

soleados, a la sombra de los porches,

al deje de un mar lejano,

ceniza y luz, árbitro de mi clima.

Al orvalho silente,

volver a casa a una hora virtuosa y prudencial.

Arrabbiatto como un pimiento.

Un lujo inasequible para quien del 27, o mejor dijera,

sin causa, ni exilio, ni Londres, ni Santo Domingo,

Puerto Rico, o de la Plata el Río, ítem más N.Y.,

o sea, afincarse y da capo.

Como si nada valiera cuanto hicimos desde San Ambrosio, Adam de

la Halle. Como si nada, como si nada.

Explícate, amor. Sube al palo más alto de la calle de Alcalá

y gobierna el viento.

Rompeolas de todas las cervezas,

mascarón en la calle de las calles

toujours recommencèe.

Estuve en una misa de la que sólo recuerdo empujones

y un olor a corderos desempolvados.

Luego, ite

hasta la cerveza y no volváis por aquí

y manotazos en la espalda de los supervivientes

llorando de risa y chistes turbios como su propio tabaco,

colorados de alegría,

sumergidos en la tos degollada del día libre.

IV.

Cuatro millones, de bibos según las últimas estadísticas.

Yen kuanto te duermas, Dámaso,

Te nacen un par de miles,

Al pie de lo que flor, hoy alquitrán,

asfalto

(mi primavera

entre adoquines, música, id est calor, ha crecido la ciudad

como la hierba mala)

Fuera lodo y ser polvo que al polvo va.

Como cuando -dicen- sin alcantarillas, se anunciaba lo mismo

de las aguas.

Sé de tu voz. Sabré de ti aunque te disfraces o

perfumes, cubras de pieles.

Olerás a pellejo mal curtido de cabra al sol,

lleno de hormigas y, a distancia,

sabré que estás.

Ser un sueño de vinagres y escabeches.

(Ácido despierto

voy).

XIV.

Tuve que leer tanta mierda, Dámaso,

para llegar a tu libro.

Y cantar tantas canciones,

pensamientos pensar,

pesar pesados, tanta mierda tuve que

y sobre tanto infierno,

tuve que sobre tanta,

cantada con mi voz de, en mi voz de

decía:

al paso alegre de la pz

(inaguantable, feliz Dionisio:

hablándole bajito a su oreja de Siracusa

y, milagro, se le oye en Madrid.)

Y lo bailba yo.

Uno dos: vaya una alegría.

Encantado de mí, al paso,

rancataplán, aro, oishh

esh, aro,

aro, aro,

oishhh, aro

Con mi curvita de niño,

a los soldados muertos jugaba siendo un bibo.

XVII.

Muertos exquisitos.

Hay cadáveres y cadáveres:

Los que duermen sin fin,

deslumbrantes en la feria,

tremendos con las banderillas de tiniebla.

Los que cantan a los que duermen.

Y los que los cuentan uno a uno

hasta un millón para dormirse.

Son uno y lo mismo

entre los muertos junto al Guadalquivir

de las estrellas.

Oye al muerte y al enterrador:

«Muero frente al toro,

muero».

«Ay, pues yo

muero frente a la guardia civil».

«Yo de aburrimiento, muero,

de tanto contarlos muero».

Y el sepulturero

muere de tanto bajar y subir poetas.

De tanto trabajo muere.

Claro que el sepulturero

no medita ni se ilustra.

Pretende,

sólo, dejar a otro su puesto de trabajo.

Ni de Ignacio sabe, ni de las fechorías

de Federico. Ay, de Dámaso, ni idea,

un sepulturero,

objeto que tendría que haber sido

de la polisémica meditación del estadista.

Exquisito enterrador.

Fumándose un pitillo

entre chapuza y chapuza,

mientras medita el crítico

y el lingüista:

El enterrador en tierra

de nadie

vuelve a su casa fumándose a sí

mismo y gloria mundi.

¿Te has preguntado alguna vez

quién le enseñó latines al enterrador?

Sin lecturas de Virgilio

ni del infame traductor del Reader

de León.

XVIII.

A cada tiempo su prosodia: y en este

que parece sordo a

cuanto más le hables

o le dejes hablar al tiempo este

digo

cuanto más le hables

que era sordo a cuanto le

y a mí que era uno entre un millón

de la GRAN CIUDAD más sordo aparece

más parece que esto no va conmigo

ven al futuro hasta la cama

despertares como de una feria

pues me voy de verbena con él.

Faltaría más.

Dos cigarrillos

Imagen
Cada noche es una liberación. Se ven los reflejos
del asfalto sobre los paseos que se abren lúcidos al viento.
Cada tipo que pasa tiene un rostro y una historia.
Pero en esta hora no existe el cansancio: Los faroles, a miles,
están a disposición del que se detiene a encender un fósforo.

La llamita se apaga sobre el rostro de la mujer
que me ha pedido lumbre. Se apaga por el viento
y la mujer, desilusionada, me pide otra vez fuego
y se vuelva a apagar: la mujer ríe ahora, sumisa.
Aquí podemos hablar en voz alta y gritar,
porque nadie nos oye. Levantamos la vista
a las muchas ventanas –ojos que duermen apagados–
y esperamos. La mujer encoge los hombros
y se lamenta por haber perdido el chal de colores
que le servía de estufa en la noche. Pero basta apoyarse
contra la esquina y el viento es sólo un soplo.
Sobre el cansado asfalto ya hay una colilla.
Este chal lo trajeron de Río, pero dice la mujer
que se alegra de haberlo perdido, pues me ha encontrado a mí.
Si el chal llegó de Río, atravesó la noche
sobre el océano iluminado por la luz del gran transatlántico.
Noches de viento claro. Era el regalo de un marinero.
Ya no está el marinero. La mujer me susurra
que si subo con ella, me enseñará el retrato,
rizado y bronceado. Navegaba sobre sucios barcos
y limpiaba las máquinas; pero yo soy más guapo.

Sobre el asfalto ya hay ahora dos colillas. Miramos hacia arriba:
la ventana de allí, en lo alto –me dice la mujer– es la nuestra.
Pero arriba no hay estufa. Por la noche, los barcos perdidos
tienen muy pocas luces o sólo las estrellas.
Cogidos del brazo cruzamos la calle, jugando a calentarnos.